Ángel no tenía casa. Tenía donde dormir, tenía una cama, pero no era su casa, de eso ya hacía mucho tiempo (de tener casa). Lola tampoco tenía casa, dormía como Ángel en el Centro de Drogodependientes desde hacía dos años, pero esa no era su casa, eso no podía ser una casa. Allí se habían conocido y allí habían comenzado a quererse. A besarse. A acariciarse. Pero no a compartir. Ángel no entendía el amor como compartir sino como poseer. Quería mucho a Lola (es decir quería poseerla mucho). Lola no entendía casi nada por aquella época (cuando no estaba drogada quería drogarse y cuando estaba drogada quería seguir estándolo).
Ángel tenía miedo a que Lola mejorara y le abandonara por un galán trajeado y repeinado, sin cicatrices. Por eso no contribuía a su mejora, al revés le ofrecía heroína, cavaba una tumba, pero sería la tumba de ambos y sería una tumba donde reposar. Tampoco se sentía seguro en el delirio, cuando Lola se soltaba y perdía los límites era demasiado libre, demasiado viento; y era insostenible. Ángel quería perpetuar a Lola, que era imperpetuable, trataba de ser el lazarillo de un camino intermedio por el que Lola no supiera andar sola y necesitara su brazo.
El camino acabó en los asientos traseros del autobús número 46, autobús en el que se habían colado porque, a esa hora, no se gastaban el dinero en billetes de autobús, se lo gastaban en cartones de vino o en rosas, pero no en billetes de autobús. Se colaban y viajaban a ninguna parte, inertes y constantes.
Poco antes de llegar al Faro de Moncloa, Lola le dijo que estaba enamorada de otro hombre. Y allí, cuando hubiera tenido derecho a ser egoísta, a ser mezquino y odiar, reprochar o blasfemar, allí Ángel fue generoso. Allí fue comprensivo y fue calma. Miró a Lola a los ojos y, en ese momento, supieron que hasta entonces no lo habían hecho (mirarse a los ojos), hasta entonces habían intercambiado miradas, pero no se habían visto, no habían buscado dentro del otro, solo habían proyectado lo que había dentro de sí (como el faro por el que estaban pasando).
Ángel hizo la pregunta clave “¿pero tú le amas?”. Lola tembló, no por el mono, ni por el frío, sino porque temía y deseaba la pregunta. Porque presumía y renegaba de la respuesta: “Sí, le amo.”
Ángel agarró fuerte la mano a Lola, sabiendo que era la última vez, sabiendo que era también la primera. Concibiendo como inútiles sus intentos por evitar lo inevitable, como si el autobús no formara parte de ciudad de Madrid, sino de una coreografía dirigida por el diablo y de la que eran protagonistas y culpables.
El silencio comenzó cerca del Faro y continuó, entre el césped, el asfalto y el alquitrán. El silencio llegó a Moncloa y vio cómo, uno a uno, se bajaron el resto de pasajeros del autobús. Y compartió soledad con ellos, como si silencio y soledad fueran sinónimos, pero no lo fueron hasta después, cuando pasado al menos un minuto el conductor se acerco hacia ellos y les dijo: “Señores, este es el final.” Y allí Ángel soltó por fin la mano de Lola y susurró, entre dientes, la firma de su armisticio, “Claro que es el final, eso ya lo sabemos.”
Juan Sanchez – Texte / Text / Texto
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