Era febrero y Angelika Ohnesorge (1947-2005) quiso acercarse a Potsdam antes de volver a casa, a unas horas de viaje hacia el noroeste.
Recorrimos un camino holgado a través de una arboleda que se insinuaba enorme, donde no había nadie ni nada más que un muñeco de nieve al paso de la silla de ruedas de uso en la intemperie y siempre ocasional en la que iba ella, empujada por su hijo Friedrich.
—Mira, mi palacio!— dijo Angelika, por ser Ohnesorge lo mismo que Sanssouci.
Vimos a cierta distancia aquella construcción majestuosa y quieta que se alzaba en el paisaje nevado como un fantasma.
La única foto que nos hicimos juntas durante mi estancia en Alemania fue en aquel lugar. Y luego nos marchamos.
Friedrich nos acompañaría en esta ocasión.
Había sido a finales de octubre cuando llegué a casa de Angelika, en una pequeña localidad manchada de lagos y bosques cercana al mar Báltico.
Su hijo vivía y estudiaba lejos de allí pero vendría en cuatro ocasiones de visita. Una de las veces recuerdo que fue el 6 de diciembre, por San Nicolás, porque fueron tres los platos con dulces que preparó Angelika.
—Pero… no lo entiendo ¿y Santa Claus?— dije yo.
—Es el mismo— me respondió sin demasiado convencimiento, más que por dudar de su respuesta, por encontrarse ante una pregunta inaudita para ella.
Me había mirado algo desconcertada, como cuando le hice ver mi extrañeza ante la palabra handschuh, que si la traducía de manera literal veía un zapato de mano en lugar de un guante. Volvía a darme cuenta entonces que aprender un idioma extranjero servía también para conocer mejor el propio, sobretodo cuando encontré en la memoria matasegells, palabra no menos grotesca.
También vino su hijo por Navidad y por el cumpleaños de Angelika a principios de febrero, unos días después de cumplir yo los treinta, hace ahora 11 años.
A principios de marzo, cuando ellos tenían previsto irse de viaje a una isla, yo regresé a Barcelona.
Había conocido a Angelika después de llevar unos años estudiando en el Goethe Institut, cuando un día me fijé en el tablón de anuncios al cual nunca prestaba atención. Leí lo escrito por una mujer que decía estar enferma de Parkinson y solicitaba la ayuda de una joven. El principal requisito era tener carné de conducir y aunque yo asistía a las clases de una autoescuela desde hacía dos meses no lo tenía todavía. Sin embargo, tras haber reflexionado, le escribí una carta de presentación. No tenía muchas esperanzas de recibir respuesta ya que el anuncio tenía fecha de un mes antes y supuse que ya habría encontrado a alguien.
Contestó mi carta con una llamada de teléfono y así, a través de llamadas y cartas pasó el tiempo necesario para obtener el permiso de circulación. Pocos días después de tenerlo en mano salí en tren desde Barcelona hacia Béziers, lugar del transbordo precedente a los de Lyon, Strasbourg, Offenburg y Hamburg, penúltima parada antes de comprar el billete a Lübeck-Travemünde-Strand, donde me esperaban en el andén de la estación.
Jim, el perro de Angelika, no debía entender la forma de mis palabras pero comprendía su contenido y pasaba la noche en mi habitación esperando a que me despertara y le diera de comer. Contaba también con sus largos paseos corriendo sin cesar aun estando atado a la correa que yo sujetaba. No quería arriesgarme a perderlo de vista y causarle a ella una preocupación más.
Unos 20 años antes había recibido el diagnóstico de Parkinson, el que muy lentamente se había apropiado de la voluntad de sus movimientos.
Era de gran ayuda para la convivencia su capacidad, a pesar de todo, de bromear respecto a su estado. Herr Parki era la personificación de aquello que manipulaba su cuerpo entero hostigando de distintas maneras y a lo largo de todo el día, casi inmune al arsenal de píldoras ingeridas.
Angelika andaba con torpeza pero habitualmente se podía lavar y vestir y un día miré sorprendida sus uñas pintadas.
Pero después la cuerda del mecanismo invisible se iba ralentizando hasta perder el habla y convertir su mirada en una mirada fija que indicaba la obligación de dejar pasar un rato.
Unas veces era muñeca a la que se debía desmaquillar y desvestir y que sentada a los pies de la cama pierde el equilibrio, otras marioneta desencajada que temía romper la silla en la que se había sentado.
En ciertos momentos, entre intermedios de autonomía, los dedos de sus manos se recluían hacia la palma, como las garras de un ave sujetándose a algo de lo que no pudiese llegar a soltarse y devolver a los dedos su largura.
Durante la jornada también estaban presentes los tiempos de hacer caer el colchón apoyado en la pared de la sala, siempre allí como un objeto de mudanza fuera de lugar. Era cuando a Angelika le dolía toda la musculatura y se tumbaba en él boca abajo, después de tomar un sorbo de curare. Cada vez yo me decía, sin decirle nada a ella, que sólo por carecer de acento la e de la etiqueta del pequeño frasco, dejaba de ser la promesa de curación de una poción mágica. El remedio siempre sería pasajero.
—Heute, ein Liebesbrief!— exclamaba en ocasiones Angelika cuando llegaba correo para alguna de las dos. Para nosotras aquello no significaba necesariamente recibir una carta amorosa sino todo lo que no fuesen facturas o propaganda.
Cuatro años después de mi vuelta vi llegar al cartero. Mientras yo esperaba al otro lado de la verja a que decidiera qué cartas debía darme vi caérsele una al suelo y se lo advertí. Sin mirar apenas dijo que era para mí y salí a recogerla de la acera mojada.
Venía de Alemania. Había seguido en contacto con ella, y también con su buena amiga Barbara y con Rosi, la señora de la tienda de comestibles, pero no reconocí la letra de ninguna de ellas. Era una esquela en la que se me daba a conocer la muerte de Angelika.
Tuve que valerme del diccionario para saber que la última frase pedía abstenerse de dar el pésame.
Aun procurando no ser irrespetuosa me pareció necesario escribir a Friedrich una despedida por su madre.
Cuando el pasado mes de diciembre conocí el proyecto de las Histoires vraies de Méditerranée no tenía la certeza de que esta historia fuese adecuada y sobretodo sentía que para mí no tenía un final. Después he pensado que el final era precisamente contarla aquí.
Auf wiedersehen Angelika, au revoir.
Eva Cortés Borràs – Texte / Text / Texto
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